Se podría decir que la cultura gastronómica del Mediterráneo tiene en
el pan, el vino y el aceite de oliva sus tres pilares fundamentales, si
bien estos tres ingredientes, que participan por igual en los aspectos
alimenticios y nutritivos, no tienen la misma presencia en el rito y la
liturgia gastronómica. El pan, sin lugar a dudas, es quien convoca a la
mesa, amparado en las connotaciones místicas que las culturas
mediterráneas le han otorgado a través de los siglos. El vino es quien
entretiene, llegándose a decir de él que es la “parte intelectual de la
comida”.
Pero el aceite tiene una labor menos visible, podíamos decir que más
espiritual, aunque no por ello menos apreciable: El aceite de oliva es,
en todo caso, quien mantiene a los comensales en la mesa, quien los ata
al goce gastronómico, porque a él, y sólo a él, la gastronomía le
encomienda que sea el integrador de todos los sabores. Un buen vino
podrá remediar en parte una mala comida, pero un mal aceite es capaz de
echarnos a perder el mejor de los manjares. En definitiva: Un buen aceite de oliva sublima todos los ingredientes de cualquier guiso.
En Jaén, que es sobre todo tierra de olivos, pero que también tiene
sus buenos vinos y unos inmejorables panes, esta función de actor
discreto, pero primordial, que se la ha dado al aceite en la escena
gastronómica, se ve reflejada en multitud de platos cuya elaboración
comienza poniendo aceite de oliva a calentar en una sartén, como es el
caso de los tradicionales fritos, sean de carne, pescado, verduras o
masas de repostería, o culminando otros platos tan nuestros como las pipirranas.
La elaboración de las pipirranas finaliza con un generoso chorreón de
aceite de oliva virgen extra, que exhala un sabor afrutado
característico, aromático, recordándonos su olor la fragancia de las
hierbas recién cortadas
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